Todo nos amenaza:
el tiempo, que en vivientes fragmentos divide
al que fui
del que seré,
como el machete a la culebra…
Octavio Paz
La miró a los ojos, la escrudiñó, pero no vio ese brillo de otros años.
Sólo vio la desolación en su mirada;
la historia ininterrumpida de sufrimientos que ahora traía en ellos.
La miró y descubrió sus desamores, esos golpes bajos de la vida;
su soledad infinita;
la tragedia del ser humano en un mundo repleto
de traición y de mentiras;
de maldad y de odio;
de engaño y de muerte;
de drogas y de deseos nunca satisfechos.
Donde los deseos de los hombres son superiores a todo sentimiento valioso.
La siguió mirando y descubrió la tundra de su desgracia.
No supo qué decir.
Ella, sin llegar a verlo,
le mantuvo firme su mirada perdida,
su mirada glacial;
una mirada que quizás en otros tiempos abrigó el fuego del amor.
Era una mirada tan parecida a la de un ciego abandonado en medio de la calle.
Él creyó, por un momento,
reconocer que en sus ojos ese rayo apagado
podría volver a iluminar la esperanza de la vida
y que podría de alguna manera brindar una última ayuda,
pero se sintió torpe e impotente.
Se quedó clavado en su sitio viendo como ella se perdía entre la bruma.